La violencia que no cesa

La guerra en Colombia ha tenido matices de todo tipo. Ha sido generosa con unos y descabellada con otros. Ha dejado una cultura de violencia y dos generaciones programadas para hablar sobre la guerra.  En este contexto, han sido las mujeres, niños y niñas los que se han visto mayormente afectados, de ahí que el Derecho internacional humanitario brinde a estos grupos, además de una protección general, una protección especial por pertenecer a grupos que pueden correr particulares riesgos.

Según la Oficina de la Representante Especial del Secretariado General Sobre Violencia Sexual en Conflictos, En el período 2012-2013, la Fiscalía General informó de la investigación de 86 casos de violencia sexual en el contexto de los conflictos armados, que afectaron a 154 víctimas. Naciones Unidas establece que son diversos los delitos en relación con los abusos sexuales que se cometen, a saber: violaciones, violaciones en grupo, reclutamiento de mujeres, niñas y niños por grupos armados ilegales para ser utilizados como esclavos sexuales, embarazos forzados, abortos forzados, y prostitución forzada. Otros delitos denunciados en relación con la violencia sexual incluyen el secuestro, las amenazas de violencia y el asesinato.

Las guerras cambian la historia, las culturas y las vidas. Aquellos que sobrevivieron los sonidos, olores y tactos de una de éstas, se convierten en seres humanos con corteza, con caparazón. La guerra cambia miradas y sonrisas. El temor de contar lo que se vivió las abraza cálidamente. El sólo recordar, deja tras cada palabra que se pronuncia, una estela de sufrimiento que retumba desde el interior de cada ser. No importa cuánto tiempo haya pasado, son heridas difíciles de sanar. Son recuerdos difíciles de olvidar. Los supervivientes que han denunciado los horrores que han vivido, han sido posteriormente amenazados, extendiendo el sufrimiento personal y el miedo a sus propias familias, que también se han visto amenazados y han provocado desplazamientos forzosos.

Este es el caso de Eño Naimeyi (primera foto), una mujer indígena que pertenece a la tribu huitoto y con quien me reuní en una cafetería del Parque Santander en Leticia, Amazonas. La noche estaba viva, y de la sombra de un tejado salió ella. Pensé iba a ser la persona que haría de puente con la historia que estaba buscando. Lo que nunca imaginé es que ella fuera la historia. Eño escuchaba mis palabras con atención y sus ojos negros no se apartaban de los míos. Su aspecto serio y firme dejaba pasar sonrisas de vez en cuando. Sus palabras eran cortas, directas y sus preguntas honestas: ¿Para qué contar el sufrimiento? ¿Eso va a cambiar algo? ¿De qué le va a servir a usted que yo le cuente mi historia? ¿de qué me va a servir a mí? ¿de qué sirve que yo le cuente lo que me pasó?. Aquella noche me pidió que la dejara pensar…

Eño viene de un pueblo conocido como Lago Grande, del resguardo Predio Putumayo, en el corregimiento de la Chorrera. Su nombre indígena significa mamá del clan de la gente dulce. Mientras me cuenta su juventud y cómo fue una líder desde los siete años, dos de sus hijos piden jugo y algo de comer. Su casa en madera y sobre cemento, esconde lo que con mucho esfuerzo ella y su marido han conseguido hasta ahora. Una hamaca adorna la sala y una escalera corta la visión de una ventana, dando vía para subir al segundo piso, donde duermen todos.

Su juventud la pasó de internado en internado, intentando educarse y salir de su tribu. Quería romper las barreras culturales de su clan, especialmente la del machismo, y demostrarle a su comunidad, que ella era capaz de estudiar y salir adelante. Era la única mujer de siete hermanos, una líder nata, su nombre ya lo predecía, como lo predijo quien en su momento decidió que se llamaría Eño Naimeyi. Trabajó en los colegios, pagaba sus materiales escolares y utensilios por sí misma. Quería ser independiente, libre. Al culminar regresó a su comunidad, donde fue recibida con elogios, y como ella dice, como una reina. Pero fue un camino largo, en donde luchó sin el apoyo de su familia.

Decidió hacer un curso de enfermería graduándose en 1997. Su primer trabajo empezó en Puerto Arica, en el resguardo Predio Putumayo, en 1998, donde se desempeñaría como enfermera auxiliar y coordinadora.

Mientras hablamos saca de la cocina un tarro blanco con una especie de arequipe en el interior. “úntese el dedo” me pidió. Pregunté qué era. “…es tabaco, ambil…” respondió. “En mi cultura se lame esto mientras se habla”. En aquél año, 1998, fue el primer encuentro con los paramilitares que tuvo Eño. Vinieron al centro de salud y se presentaron. “Necesitamos que nos guarde estas cajas con dinero y armas”, cuenta ésta indígena que tuvo el coraje de pararse frente a Carlos Castaño y decirle no a los ojos.

“El Fantasma”, como también era conocido Carlos Castaño, insistió e invitó a comer, en uno de sus campamentos, a la doctora y a la auxiliar de enfermería. A pesar de la insistencia, Eño y la doctora se negaron a colaborar.

“Así empezaron los problemas” me dice Eño, mientras me mira a los ojos con sorpresa. Nos ataron y nos quitaron las llaves. Ella nunca pensó que se fueran a robar del centro de salud los cerca de 1800 galones de gasolina que tenían para trabajar. “Si hablan se mueren, me dijo Carlos Castaño”, cuenta Eño, mientras explica cómo hizo para justificar la pérdida de la gasolina ante la Secretaría de Salud, sin ser una “sapa”.

Según cuenta Eño, el Gobernador, un coronel y varios soldados pasaron a visitarla y la llevaron a una reunión. Antes de llegar al almuerzo que tenían previsto, ella le contó al Gobernador lo que verdaderamente ocurrió. Para su sorpresa, en la comida llegó Carlos Castaño. El gobierno trabajaba con los Paramilitares y a Eño, se le abría el mundo bajo sus pies. Por primera vez veía la corrupción del Estado. En la cabecera del corregimiento del Encanto, en el Marandúa, al frente del estrecho de Perú, vio como los paramilitares tenían laboratorios para procesar Cocaína bajo los ojos del gobierno.

Decidió irse a San Rafael, donde estudió cuando era pequeña, y le pidió ayuda al padre de la parroquia para poder regresar a su pueblo. El padre la puso en una embarcación junto con monjas, estudiantes y profesores rumbo a Arica. Eran cerca de 60 pasajeros, entre ellos 20 mujeres. De Marandúa, se baja por el río hasta una comunidad conocida como El Sabaloyaco, en donde fueron detenidos por los paramilitares cerca de las 10 de la mañana. Todas las mujeres fueron violadas, “hasta las monjas!” dice Eño, mientras describe con sus manos como se arrastró por el suelo sangrando y logró escapar por la selva mientras los paramilitares se quedaban con niñas de 10, 12 y 15 años. Los hombres de aquella embarcación fueron atados y tirados al Río Putumayo. “Cuando estaba ahí, yo vi a Carlos Castaño”

Empezaron las mentiras, en su casa no quiso decir lo ocurrido, pasaron dos meses, y su padre, pensando que tenía paludismo o malaria, la trató. Pero Eño, no mejoraba. Por su cabeza pasaban mil pensamientos y el temor crecía cada vez más de que los paramilitares la encontraran en su pueblo y le hicieran algo a su familia, por lo que decidió renunciar a su puesto e irse de ahí. Pero el Gobernador no le aceptó la renuncia, y en cambio, la envió nuevamente al corregimiento de Puerto Arica con la excusa de que ella tenía que cuidar su comunidad.

Sin embargo, esta vez iba un grupo de funcionarios, entre ellos un doctor, un odontólogo, una enfermera jefe y Eñe, como enfermera auxiliar. Una vez en el pueblo, y después de casi tres meses de lo ocurrido, se empezó a sentir mal. Estaba embarazada. Por su cabeza nunca pasó el aborto, era su hijo, su propia sangre y decidió seguir con el embarazo.

Eño lleva a su pequeña hija al colegio en bus

De un momento a otro, la guerrilla llegó a las 3 de la mañana. Todos los de la clínica salieron corriendo al río y se tiraron a las aguas. Permanecieron toda la noche allí, esperando que no los encontraran. Eño, en embarazo, abrazada por el frío de las aguas, se sentía muy mal por el doctor y la enfermera, quienes venían de Bogotá y tenían que estar en esas aguas con frío.

Al día siguiente el doctor y el personal se fueron del pueblo y Eño decidió nuevamente quedarse. No quería dejar a su familia ni estar lejos de ella. Nació la bebé en Arica.

Después de tres meses que estuvo en permiso de maternidad, volvió a retomar su puesto como auxiliar de enfermería en Arica. Esta vez la esperaba un doctor costeño quien venía de parte del Gobernador. Según cuenta Eño, el doctor hablaba con los paramilitares y con la guerrilla. Los problemas empezaron en el centro de salud y el médico tenía un trato despectivo hacia Eño. Su hija empezó a ponerse mala, la sangre no coagulaba y cualquier corte que se hacía, o si un mosquito la picaba, la niña sangraba sin parar. Le hicieron unos exámenes y encontraron que tenía una sobredosis de aspirina. La niña murió.

Eñe regresa a casa con dos de sus hijos

Según cuenta Eño, fue el doctor quien la mató. Lo denunció y fue capturado en Barranquilla. Al parecer, el caso de la hija de Eño, no era el único. Otras madres habían perdido sus hijos en manos de aquel doctor.

Después de esa situación se retiró de auxiliar de enfermería. Decidió ser líder para su comunidad. El 29 de noviembre del año 2000, tuvo su primer hijo con su actual pareja. Los malos momentos habían quedado atrás, o por lo menos eso pensaba.

Siendo gobernadora indígena en Lago Grande en el 2003, en Puerto Ezequiel, la guerrilla la capturó. Por varios días la hicieron caminar en la selva en donde sufrió de hidropesía y perdió el conocimiento. Tan sólo recuerda despertarse en el hospital de Leticia, junto con soldados, quienes la encontraron tirada y con una nota en la que se amenazada a toda su familia y a otros líderes. Según cuenta Eño, tal acto fue realizado por los comandantes Terpel y Walter, de las FARC.

Una vez de regreso en su pueblo, y recuperada, se encontró que el comandante de las FARC había cambiado. Quien estaba a cargo era Tiberio, con quien mantuvo buenas relaciones, según cuenta, con él sí se podía negociar y hacer acuerdos para no afectar la comunidad. Fruto de esta relación surgió la enemistad con las Fuerzas Armadas colombianas, y el ejército la capturó en Arica. Según cuenta Eño, se le paró al Coronel Rojas del ejército y le dijo: “¿Qué quieren de mí?, yo soy la que no tengo ninguna arma en mi cuerpo, guerrilla armados, paramilitares armados, policía armados, ustedes armados, todo el mundo armado y yo soy la única que anda desarmada ¿qué quieren conmigo?”

La casa de Eñe donde vive con sus hijos e hija y su marido

El 21 de febrero de 2004, el ejército da de baja al comandante Tiberio, remplazándolo el comandante “Iván” a quien lo conocían como “Cucarro”, quien amenazó a Eño, a causa de pedir a sus sobrinos, quienes la guerrilla los había alistado en filas. Cucarro le dijo: “O se va o le va mal”. En el 2010, la guerrilla la retuvo, y la violaron. Quedó embarazada nuevamente de una niña.

Con la voz entre cortada termina la frase y su hija aparece ante nosotros y le pregunta a la madre “¿por qué lloras?”. “No es nada mi princesa. Ve y juegas”. Decidió establecerse en Leticia y seguir haciendo su trabajo de líder, pero como si de un complot se tratara, en el 2013, un grupo de personas la golpearon y la ataron: “…los que me amarraron no fueron, llamaron a unos negros para que lo hicieran…” Eño, quedó embarazada nuevamente fruto de una tercera violación.

Una escalera divide el primer piso del segundo, éste último donde todos duermen.

Según la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) en su informe de 2012 “Mujeres indígenas, víctimas invisibles del conflicto armado en Colombia” a diciembre de 2011, se registraron 33 eventos de desplazamiento de miembros de pueblos indígenas, que ascienden a 5327 personas. Principalmente son niñas, niños y mujeres quienes son desterrados, mujeres viudas y mujeres cabeza de hogar. La constante, por parte del Estado colombiano, es omisión en materia de atención en estas situaciones.

La Corte Constitucional de Colombia en su auto 092 de 2008 estableció que “la violencia sexual contra las mujeres indígenas es una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible en el contexto del conflicto armado colombiano, así como lo son la explotación y el abuso sexuales, por parte de todos los grupos armados ilegales enfrentados y, en algunos casos, por parte de agentes individuales de la Fuerza Pública”. En este contexto, advierte la ONIC  que la mayor, más dolorosa y silenciada situación que viven las mujeres indígenas está ligada a la violencia sexual. Realidad poco documentada, no cuantificada, no existen datos que hablen fielmente de esta realidad.

La ONIC ha denunciado ante Naciones Unidas la protección por parte del Estado colombiano a empresas multinacionales que explotan los recursos naturales donde los grupos indígenas viven. Una seguridad que ha plasmado batallones militares a lo largo del territorio nacional y ha generado un creciente nivel de prostitución, afectando directamente a las mujeres y niñas de las poblaciones indígenas. Existen 8.000 títulos mineros vigentes, 233 se encuentran total o parcialmente superpuestos con 113 resguardos indígenas. Se conoce de 22 procesos de consulta previa adelantados desde 1994. Consulta en su gran mayoría irregulares y sin o con muy escasa participación de las mujeres indígenas.

Según la Oficina de la Representante Especial del Secretariado General Sobre Violencia Sexual en Conflictos la explotación sexual de las mujeres y las niñas en las zonas que se encuentran bajo la influencia de grupos armados ilegales en Colombia sigue siendo un motivo de “grave” preocupación. Así, se establece que la violencia sexual se utiliza como estrategia para reafirmar el control territorial, intimidar a las mujeres dirigentes y los defensores de los derechos humanos e intimidar a la población civil como método de control social.

El conflicto en Colombia ha golpeado drásticamente a la población rural, pero en especial a las mujeres. Muchas de ellas, como es el caso de Eño, viven intentando olvidar lo que les pasó, sin que en aquél proceso de perdón y olvido, mediara la justicia y por el contrario, se impusiera la impunidad. Son los Estados, en este caso el Estado colombiano, el responsable de poner fin a la impunidad y procesar a los responsables de actos de violencia sexual. Muchos y muchas intentan escapar de un conflicto que les sigue los pasos, y que hoy en día aún sigue cobrándose víctimas, afectando especialmente a comunidades desfavorecidas del territorio colombiano.